Nuestra ciudad no es suciedad

En el periodo histórico del Renacimiento se consideró la ciudad como el lugar armónico y representativo para la libertad y la dignidad del ser humano.

Desde aquella época la ciudad se generó en un espacio con un poder semiológico, que al parecer sostiene, en gran parte, la identidad de sus habitantes. Podemos comprender que el patrimonio es el profundo sacrificio humano para construir un hábitat cuya arquitectura, a partir de una excelsa planificación urbana, permita que cuajen dichos valores trascendentes aquí expresados. El significado de patrimonio nace sobre todo a partir de actividades humanas que se realizan en el mismo lugar. En ese sentido los ciudadanos van incorporando espacios de recreación y cultura y otras tantas necesidades en sus barrios, que no debieran propender a la explotación masiva y avasalladora del interés turístico. Éstos se suman a la armonía y disfrutan el genuino carácter del lugar. Peor aún y no menos que un atropello al patrimonio y su historia, es transgredir los límites fijados por los Planos Reguladores y las Zonas Típicas por medio del interés inmobiliario disfrazado de propuesta de una reciente Ley de inclusión social y urbana.

Cuando los ciudadanos no sienten que sus intereses están representados, utilizan diferentes medios para comunicarlo a las autoridades públicas. Esta expresión se convertirá en el tiempo como parte de su patrimonio sobre el patrimonio, cuando se plasma la voz de sus ideas por medio de la gráfica asistemática en los muros como pizarrón en su barrio. En esta materialización de un palimpsesto emergen algunos elementos estéticos, que al trascender en el tiempo se pueden considerar como expresiones artísticas, sociales y culturales. Ahí pienso, por ejemplo, en los murales con patrones diaguitas de Juana Pérez y Daniela, donde se leen palabras como DIGNIDAD, NEWEN, JUSTICIA, EMPATÍA. Por de pronto en las calles, entre toda la vileza, aparecen aforismos y demandas, unas más reiterativas que otras. Pero todas las frases buscan hacerse oír en el pasar cotidiano por medio de la lectura callejera.



La indiferencia es el peso muerto de la historia
(Frase en un portón de calle Monjitas)

La acción de las autoridades de gobierno de borrar esta gráfica responde a la perspectiva oficial de la ley de patrimonio en que se aprecia todo como un daño al patrimonio y se invierten grandes sumas en borrarlo, restando su legitimidad histórica, sin atender el verdadero motivo de la acción ahí expresada en todo su valor como demanda representativa de la ciudadanía.

Aprovechar el recogimiento forzado de la población por causa de la pandemia y borrar las huellas de los muros desde una perspectiva aséptica, no deja comprender que toda estas “manchas” son marcas de complicidad social. Muy diferente al objetivo de las paletas publicitarias y la contaminación visual y sicológica que se sufre en todo el barrio.

Para aquellos que no comprenden el espacio público como un lugar de compartir, más allá del consumo, hay que señalar que ha pasado de ser de un lugar de encuentro, de la vida social a un ámbito de estricta regulación y vigilancia, donde todo individuo es asegurado por un tercero que da por garantizada dicha seguridad.

Como bien señala Miguel Laborde, en algunos lugares se aprende desde la infancia a cuidar los lugares públicos como propios, lo que no sucede en nuestro país, donde el bien común parece no existir, ya que lo cívico se limita a lo privado. El problema estriba en que la ciudad no se siente propia. Especialmente en Chile donde no hubo urbes precolombinas, la ciudad no fue creciendo como un árbol, por capas lentas sino como enclave impuesto que todavía no se siente propio.

Reiteramos que la conservación de la ciudad como patrimonio no puede partir tan sólo del interés de contar con una escenografía útil e instrumentalizada para su explotación económica y turística. Esto sucede al rentabilizar sus espacios, elevando los arriendos con proyectos lucrativos, marginando de esta manera cualquier tipo de actividad cultural. Por eso hay que tener claro que las actividades que usufructúan del valor patrimonial del lugar y que surgen posteriormente a consecuencia de aquél, generan externalidades negativas que terminan finalmente dañando ese mismo patrimonio.

Ricardo Loebell
Vecino del Parque Forestal
Socio de El Barrio Que Queremos